lunes, 17 de octubre de 2011
CAMINATA POR LA PAZ
De visita en La Paz, BCS., dispuesto a acompañar a mi nieto Manuel en el día de su boda. Me levanté para desayunar y satisfacer a mis tripas, no sin antes recorrer el malecón y disfrutar de una caminata bajo el radiante sol del puerto.
Satisfice mi necesidad de alimento y fui de regreso al hotel, que según la agencia de viajes es de cuatro estrellas, pero a mi juicio, le faltaron dos, pues sus escaleras se mueven cual puentes colgantes o como barco en tormenta. Mi habitación me hace sentir como un halcón o como un águila, pues está próximo a la azotea.
Opté por no recluirme en mi habitación y seguí mi travesía pedestre. Pude percatarme de que La Paz es una ciudad de altos, no por la estatura de su gente, sino por que cada esquina cuenta con sus cuatro altos de disco. Pareciera que el objetivo es acabar con la gasolina y promover las empresas productoras de balatas, pues hay que frenar obligatoriamente cada cincuenta o cien metros.
Repentinamente me transporté al pasado al ver en una esquina a dos niños dando vuelo a su imaginación y a la creatividad, jugaban a los carritos como yo lo hacía, uno adentro de una caja de cartón y el otro lo empujaba imitando los ruidos de un carro.
Continué mi caminata hasta llegar a otra esquina que me arrastró de nuevo hacia el túnel del tiempo en un viaje instantáneo hacia el pasado. Me transporté cincuenta y un años atrás, pues me encontré un semáforo colgante, de los años sesentas en Mexicali, de esos desechados en Caléxico por ser antiguos y haber cumplido con su función, pero que aparentemente el gobierno municipal rescataba de los basureros gringos.
Volví a mis siete años de edad y casi repito la historia cuando hacía mis primeros mandados a las muchachas ricas de la colonia (las dueñas de La siempre viva).
Tengo muy presente mi primer servicio para ellas, tuve qué ir hasta el ¨pueblo¨ (así se le decía al centro de la ciudad de Mexicali) a comprarles un disco de Enrique Guzmán, y aunque me dieron mis sesenta centavos para el camión (viaje redondo), opté por irme a pie porque no sabía viajar en vehículos con ruedas.
Llegué hasta la civilización, sobre calles de ardiente pavimento y por lo tanto, al primer semáforo en Av. Zuazua y Morelos donde tenía que cruzar y enfrentar por vez primera a ese aparato que colgaba en el centro del crucero y que tenía qué obedecer siguiendo sus señales. Me quedé buen rato tratando de interpretar las series rojo, amarillo, verde repetidamente, esperando que apareciera algún transeúnte para seguirlo, pero nadie aparecía. Tal vez por el calorón veraniego que hacia. Carros había muy pocos.
No alcancé a digerir la lógica del aparato pendiente, pero sólo tenía dos opciones, arriesgarme a cruzar o regresar sin mi encomienda. Decidí por el color que más me gustó,“el rojo”. Iba a media calle, pero ahí coincidimos un carro y yo. Me paralicé al oír los chirridos de las llantas al frenar y el estrepitoso sonido del cláxon. Pude reaccionar cuando el automovilista gritó. .. ¡Quítate chamaco pendejo! ¡Casi te mato!
Con la boca seca y el corazón acelerado por el susto apresuradamente terminé de cruzar la calle.
De regreso ya había aprendido que para cruzar era el color verde. Traía en mis manos el encargo, aunque llegó un poco ondulado gracias al fuerte calor.
Hoy, al regresar de mi viaje por el tiempo, fascinado por esa pieza de museo (casi una máquina del tiempo) estuve a punto de repetir la historia, sin embargo, reaccioné y me ubiqué en el aquí y en el ahora soltando casi una carcajada y esperé a que el aparato me diera la instrucción correcta con su luz verde para poder pasar ese raro crucero de una de las tranquilas calles del puerto.
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